Biblioteca Pública de la ciudad de Nueva York, temprano de mañana
Una biblioteca es como una iglesia.
No importa cuándo haya sido construida, si lo fue en la época renacentista, como la Biblioteca Medicea Laurenciana de Florencia de 1540, o si la inauguró el alcalde la semana pasada en una pequeña instalación en el Bronx.
Siempre se respirará en su interior esa atmósfera que solo se encuentra en los templos, en las iglesias, en las sinagogas o en las mezquitas, donde el poder absoluto lo tiene esa mágica y a la vez poderosa herramienta que usamos los seres humanos desde hace millones de años, y que nos ha permitido tanto el progreso como el atraso, tanto la guerra como la paz, el amor y el odio: la palabra.
Si pensamos que un libro es una inagotable fuente de energía portátil que proviene de la propia humanidad del autor que la volcó en sus páginas mediante el astuto y estético uso del idioma, entonces imaginen qué se puede sentir si se está en el interior de un recinto donde hay más de 50 millones de libros, como pasa con la Biblioteca Pública de Nueva York, fundada en 1895, donde precisamente ahora estoy sentado, esperando a Rosalyn y al “gordo” Sam.
He llegado temprano haciendo honor a una inveterada puntualidad transmitida por mi padre. El me inculcó muchas cosas que agradeceré mientras viva, una de ellas fue la puntualidad. El viejo decía que cuando alguien es impuntual y acostumbra llegar tarde a las citas está, lisa y llanamente, robándonos nuestro tiempo.
Es nada más y nada menos que un ladrón, un delincuente que nos roba un fragmento de nuestras vidas con total impunidad y a quien debemos castigar poniéndolo en evidencia yéndonos a los tres minutos de espera, y dejar de verlo para siempre. No nos perdemos nada, decía mi padre. Y tenía razón.
Como no quiero dejar de ver al “gordo” Sam y, por supuesto, mucho menos a Rosalyn, entonces les concedo un “hándicap” y llego un tiempo antes de la cita, y todos contentos.
Volviendo a esta biblioteca, aquí es imposible aburrirse si se ama la literatura, las palabras, la música de una narración bien construida que no envidia en perfección a una sinfonía de Mozart, un poema mínimo e irrepetible que nos estremece cada poro de nuestro cuerpo al conjuro de la sola lectura en voz alta, el cuento mas corto del mundo que escribió Ernest Hemingway: “Vendo zapatitos de bebé sin uso”. Seis palabras para decirlo todo de una dramática historia.
Antes de irme a sentar a la mesa de lectura pasé por ciertos anaqueles por los que suelo pasar cada vez que vengo a este monumento mausoleo de las palabras, y de los que suelo tomar algún libro para matar el tiempo.
Hoy he tomado del estante un libro de poemas de cierto escritor sudamericano muy respetado entre las élites literarias de Nueva York, Chicago y San Francisco.
Cierta tristeza me invade cuando lo leo porque, al mismo tiempo que su literatura acaricia mi alma, sé que nunca será popular entre mis compatriotas americanos. Primero, porque muchos ni siquiera saben leer, y segundo porque el escritor es sudamericano, lo que en buena parte de los Estados Unidos equivale a ser primitivo, aborigen, perezoso y ladrón. No hay nada mejor que atiborrarse de cerveza de mala calidad mientras vemos un vibrante y violento partido de football americano.
Ya lo dijo Gore Vidal, otro escritor poco leído aquí: “la mitad de los estadounidenses nunca leyó un periódico, la otra mitad nunca votó a un presidente, espero que nunca se junten las dos mitades”.
Mientras pienso en todas estas cosas, veo venir a Rosalyn. Apabullante. Tres minutos más temprano, una dama con todas las letras.
-¿Llegué bien? Me preguntó sabiendo positivamente que llegó mejor que bien.
-“Una declaración de la maestría de Dios…”, respondí.
Me miró halagada y a la vez curiosa por saber de dónde provendrían esas palabras de bienvenida que le dispensé. Entonces di tres golpes con mi dedo mayor en el libro de poemas del sudamericano que estaba sobre la mesa señalándole el origen de mi frase.
Me preguntó si habría en ese libro algún otro verso que se ajustara a nuestra peculiar y romántica amistad. Abrí el libro, busqué entre las páginas amarillas y se lo pasé señalándole los últimos dos versos de un poema que el escritor le dedicó a su ciudad natal.
Rosalyn leyó los versos mentalmente y, al terminar, me miró entre emocionada y a la vez desorientada y entonces volvió a leerlos ahora casi en un susurro, como si rezara una plegaria:
-“No nos une el amor sino el espanto, será por eso que la quiero tanto…”
Hizo una pausa, respiró profundamente y, mirándome a los ojos como acostumbra a a hacerlo en los momentos trascendentes, me dijo:
-Debo confesar que es la declaración de amor más original y a la vez más acertada que me hayan regalado. Leerla me da ganas de conocer alguna vez esa ciudad que logra despertar tanta y tan buena poesía en un escritor. Me recuerda a lo que los neoyorquinos sentimos por Nueva York.
-Tenemos tiempo para ir alguna vez. Cuando termine todo este “espanto”, si te parece.
-Me parece “espantosamente” perfecto, respondió con una sonrisa tan motivadora que hacía parecer a la Gioconda una anciana amargada.
Mientras esto ocurría, a lo lejos del salón se distinguía la figura del “gordo” Sam llegando sobre el filo de la hora. En su mano parecía traer un libro y en sus labios una sonrisa que parecía gritarnos a la cara, tal como lo haría un pateador de football americano con un gol de campo:
-¡Lo encontré…!!!!
-¿Qué encontraste, gordo?
-¡El libro de aventuras de la selva que me leía mi abuela cuando era chico...!
-Mejor vamos a buscar algunos libros de química a ver si descubrimos algo sobre el antibiótico que te recetó Valdez. Y para allí nos fuimos.
Llegamos a los anaqueles de ciencias, doblamos por la fila de medicina, pasamos las ciencias físicas y llegamos a los libros de química, donde quedamos absolutamente apabullados por la variedad: química orgánica, inorgánica, bioquímica y todo el compendio, centenares de libros de química acomodados en los sólidos estantes. Cada uno tomó dos ó tres libros y regresamos a la mesa donde habíamos instalado nuestra base de operaciones para la biblioteca.
Antes de comenzar la búsqueda, tomé la palabra para anunciarles un material que había encontrado en el archivo de la agencia de noticias para la que trabajo.
Abrí mi bolso y saqué lo que parecía ser una revista amarilla del mundo del espectáculo. Una mezcla del New York Post con las revistas que hay en los cajeros de los supermercados, llenas de historias de conspiraciones, chismes improbables de la vida privada de los artistas y muchas fotos de chicas vestidas tal y como vinieron al mundo.
Rosalyn me miró reprimiendo una risa y me dijo:
-¿Estás expandiendo tus horizontes profesionales, no es cierto? ¿Este año vas a ir por el Pulitzer nomás…? Y disparó como un cañón una estruendosa carcajada que se replicó en cientos de chistidos de los allí presentes.
El “gordo”, en cambio, me preguntó en voz baja:
-¿Qué se supone que hay ahí?
-Una sorpresa, podemos verla ahora o después del antibiótico.
-Mejor después, me dijeron casi a dúo.
-Entonces vamos por la “turbocurarina”, afirmé.
Esta información química venía a nosotros del teniente Valdez, es decir, provenía de la segunda autopsia que el departamento de Homicidios de la policía de Nueva York había solicitado de los científicos forenses de la NYU (Universidad de Nueva York), al parecer por no estar conformes con los resultados de la primera.
Hubo una segunda autopsia, que incluyó análisis de la escena del crimen, rastros y todo lo demás, porque la primera, realizada por el aparentemente corrupto forense Félix Parker, si no era por lo menos un fraude, constituía un flagrante encubrimiento del crimen y su autor.
Teníamos en claro que, a sugerencia de Valdez, estábamos buscando una sustancia química que podría haberle causado la muerte a Norman Blake y que había sido inyectada con algún objeto punzante en el cuello de la víctima por su asesino.
Estuvimos en esa tarea por un buen tiempo. No es fácil desplegarse a través de páginas y páginas de fórmulas inextricables sin ser un químico consagrado.
Nos miramos con Rosalyn con una pizca de frustración pero continuamos con nuestra tarea revisando libros, tratados y compendios.
Nos intercambiábamos uno con otro los volúmenes para chequear posibles distracciones en la búsqueda pero sin resultados, hasta que la dama del Oldsmobile cantó victoria:
-¡Aquí está!, afirmó, segura.
-¿Qué encontraste, Rose? Pregunté.
-La definición de “turbocurarina” y mucho más.
Prestamos atención y la dama leyó con una entonación casi doctoral:
-“La tubocurarina es un agente bloqueante neuromuscular no despolarizante y el primer alcaloide…y ahí se detuvo abruptamente.
-¿Qué sigue Rose?, No te detengas, le dije.
Rosalyn tardó unos segundos en recomponerse y retomó la lectura donde había quedado solo que más lentamente:
-… y el primer alcaloide… curare… identificado”.
La palabra había estallado en nuestras mentes revolviendo toneladas de literatura de aventuras pobladas por fieros guerreros indígenas. El “gordo” abrió el libro que le leía su abuela y mostró un grabado en el que se ve a un indígena amazónico soplando su larga cerbatana para derribar a un mono que le servirá de almuerzo a él y su familia.
-¡Curare..! dije para mí como si recitara el nombre de un demonio mitológico extinguido hace siglos pero que acababa de volver del inframundo.
-¿Quién puede tener acceso a ese veneno en Nueva York? Pregunté pero nadie respondió. Todos habíamos quedado estupefactos ante el descubrimiento.
Pero Rosalyn no se detuvo y siguió leyendo:
-“El curare es uno de los nombres utilizados para describir los venenos derivados de plantas utilizados por los indígenas sudamericanos para recubrir las puntas de las flechas y dardos de caza”.
-El veneno de las tribus del Amazonas, dije otra vez para mí.
-Reducidores de cabezas, agregó el “gordo” mostrando otra ilustración de su libro de aventuras en la selva que acababa de recuperar.
-Acá hay algo más, alertó Rose leyendo en otro libro. -Es el informe de un experimento con curare en animales donde detalla los efectos del veneno aplicado a voluntarios. ¿Interesa?
-¡Por supuesto!, exclamé.
Rosalyn leyó pausadamente:
-“Cuarenta y cinco segundos después de comenzar la inyección, se percibió pesadez de los párpados y diplopía (vision doble) transitoria. Al terminar la inyección, la diplopía se volvió fija, pero sólo se pudo notar cuando el operador levantó los párpados del sujeto”.
-“A medida que avanzaba la inyección de curare, al sujeto le pareció como si los músculos faciales, los de la lengua, faringe y mandíbula inferior, los músculos del cuello y la espalda y los músculos de las extremidades se relajaran aproximadamente en ese orden”.
-“Acompañando la parálisis de la faringe y los músculos de la mandíbula, se notó la incapacidad del sujeto para tragar. Poco después de terminar la inyección, los sujetos experimentaron una sensación de mayor dificultad para respirar, como si fuera necesario un esfuerzo extra para mantener un intercambio respiratorio adecuado”.
-“El efecto alcanzó su máximo aproximadamente cinco minutos después de la inyección, coincidiendo con la depresión máxima de la capacidad vital”.
Nos quedamos en silencio pensativos y hondamente conmocionados.
-En cuestión de minutos te mata, apuntó Sam.
-¡Qué horrible forma de morir! !Pobre Norman, no se lo merecía!, señaló Roselyn al borde de las lágrimas.
-Creo que sé por dónde tenemos que ir, agregué.
Los dos me miraron como esperando una respuesta mágica a su dolor.
Abrí mi bolso y tiré sobre la mesa la revista farandulera con chicas desnudas.
La primera en reaccionar fue Rosalyn:
- ¡Ay mi amor! Todo esto te está trastocando tu psiquis, necesitás ayuda.
-¿Estás tomando algo que no sepamos?, dijo el “gordo” riendo.
Tomé la revista, pasé algunas páginas y la regresé a la mesa abierta para que mis compañeros lean.
Sus rostros, al principio jocundos, se transfiguraron en asombradas expresiones de sorpresa y curiosidad.
En una doble página central, la revista cachonda publicaba una extensa entrevista a una tal Lucinda do Amaranto da Silva “una prometedora figura del espectáculo underground de Nueva Jersey”. Una fotografía de Lucinda semidesnuda ilustraba la entrevista.
Lucinda do Amaranto da Silva era el verdadero nombre de la hoy conocida Lady Sax. La pesadilla de Norman Blake.
En la entrevista, realizada cuando ella era aún una principiante, se explicaba que ella era de origen brasileño y también se mencionaba que contaba con una suerte de manager, un talentoso pianista profesional de jazz americano que la estaba guiando en su ingreso en al mundo del espectáculo.
-¡Norman! exclamó Rose.
-Exactamente, pero lo que viene a continuación no lo esperábamos y cobra total sentido después de nuestra pesquisa con los libros de química. Y leí textualmente:
-“Lucinda nació en Brasil y emigró a los Estados Unidos siendo una adolescente. Ella nació en el municipio de Tapauá en la región norte del país…” y ahí me detuve para mirarlos como preanunciando lo que venía a continuación:
-Presten atención a esto: “Tapatuá está situado en el estado de Amazonas, al sur de la ciudad de Manaos. Lucinda creció en una zona rural, en contacto con las tribus de nativos que viven en el interior de la selva amazónica y que continúan con sus tradiciones y costumbres ancestrales”, y concluí la lectura:
-Y la joven Lucinda remata de esta forma la entrevista: “De ellos aprendí muchas tradiciones que me ayudaron a vivir y a también a sobrevivir…”
Nos quedamos en silencio mirándonos entre nosotros, fue entonces cuando les dije con serenidad:
-Ahora, además del motivo, tenemos el medio.
(Continuará)