El 1° de diciembre de 1994 dejó de ser una fecha más para los hinchas de Vélez. Ese día, en el Estadio Olímpico de Tokio y ante más de 50 mil testigos, el club nacido en los andenes del Ferrocarril Oeste alcanzó la cima del planeta fútbol. Fue la noche en que el equipo de Carlos Bianchi derrotó 2 a 0 al poderoso Milan de Fabio Capello, el gigante europeo que llegó como favorito y se marchó anonadado, víctima de una gesta de sacrificio, carácter y un amor inclaudicable por la V azulada.
La Intercontinental —esa copa dorada que hoy adorna con orgullo cada camiseta del Fortín— quedó grabada para siempre gracias a dos momentos que todavía erizan la piel: el penal de Roberto Trotta y la pirueta del “Turco” Omar Asad, esa media vuelta acrobática que partió en dos la historia de la institución.
Un Milan que se reía... y un Vélez que no se achicó
Con Capello al mando y figuras como Baresi, Maldini, Donadoni, Boban, Savicevic y Costacurta, el Milan intimidaba con solo nombrarlo. Habían destruido al Barcelona de Cruyff meses antes, en aquella final de Atenas que Bianchi decidió mostrarle una y otra vez a sus jugadores en VHS.
“Mejor que ese partido no van a jugar”, les repetía. Sin embargo, apenas comenzó la final, quedó claro que los italianos no esperaban resistencia. “Se reían cuando daban un pase”, recordaría alguna vez José Luis Chilavert. El saludo inicial, cargado de sorna, fue respondido con miradas firmes y algún insulto nacional..
El mensaje de Bianchi para los primeros minutos fue claro y tuvo destino de camiseta número 11: “Poneles el cuerpo y hacelos sentir.” El Turco Asad obedeció. En la primera pelota dividida, Baresi terminó contra los carteles. La batalla recién empezaba.
El penal, mi tío y el televisor de Once
Yo vi el primer tiempo en casa, con los nervios clavados en el pecho. Tenía que viajar a trabajar, pero decidí llamar para avisar que llegaría más tarde. Corrí hacia la estación de Once y entré a un bar cualquiera, con la esperanza de encontrar algún otro hincha velezano. No había ni uno, pero sí había ganas —de los presentes— de que un equipo argentino hiciera historia.
A los cinco minutos del segundo tiempo, Chilavert lanzó un pelotazo largo, Basualdo tiró el centro y, en la arremetida del “Turu” Flores, llegó el agarrón salvador: penal. Cuando Trotta acomodó la pelota, pensé en mi tío Américo, el hombre que me llevó por primera vez a la cancha el 7 de marzo de 1971 y me regaló, sin saberlo, una identidad que marcaría mi vida.
Trotta definió fuerte y al medio. El bar explotó. Yo levanté los brazos más alto que todos los que desayunaban café con medialunas. Y otra vez pensé en mi tío, que jamás imaginó ver a Vélez jugando —y ganando— una Intercontinental.
La pirueta del Turco: el instante en que Vélez conquistó el mundo
Siete minutos después, el bar se volvió estadio. Gritos, golpes contra la barra, un “¡Dale Turquito!” que salió de varias gargantas al mismo tiempo.
Costacurta falló un pase atrás, Asad olió sangre, anticipó, corrió, metió el cuerpo y definió desde un ángulo imposible. La pelota entró mansa, perfecta, como si supiera que debía quedar en la historia. Lloré. Me abracé con un desconocido. Salté como si estuviera en la tribuna visitante de Tokio.
La media vuelta de Asad no fue solo un gol: fue la confirmación de que aquel equipo de guerreros estaba escribiendo la página más gloriosa del fútbol argentino de clubes. Una jugada que, aún hoy, cualquier hincha velezano puede reproducir de memoria. “Fue tocar el cielo”, diría años después el propio Turco. Difícil contradecirlo.
El Vélez que soñaron tres pibes
Aquel plantel integraba nombres que todavía se pronuncian con devoción: Chilavert, Almandoz, Trotta, Sotomayor, Cardozo; Basualdo, Gómez, Bassedas, Pompei; Asad y Flores. En el banco, apellidos que serían parte del ADN del club: Guzmán, Zandoná, Pellegrino, Herrera y Sánchez.
El club fundado en 1910 por Nicolás Marín Moreno, Carlos Guglielmone y Martín Portillo cumplía, en Tokio, el sueño más grande de su historia. Era el corolario del proceso iniciado por Carlos Bianchi en 1992, su frase grabada como una bandera: “Humildad, sacrificio y disciplina táctica".
Cristián Bassedas lo resumió como nadie: “Fue algo único. Es muy difícil llegar tan alto. Fue un premio absoluto.”
El abrazo que no se termina
Cuando terminó el partido, la pantalla del bar mostraba a los jugadores abrazándose como hermanos. Los hinchas que viajaron a Japón lloraban aferrados a una bandera con la V azul. Y yo, mientras veía la vuelta olímpica que parecía eterna, volví a imaginar la sonrisa de mi tío Américo, orgulloso de aquel niño que un día le dijo en la popular: “Me hago hincha de Vélez.”
Aquel 1 de diciembre de 1994, Vélez Sarsfield conquistó el mundo. Y todavía seguimos viviendo dentro de esa foto.