RECUERDOS
Yo tuve una maestra
Hoy se conmemora el Día del Maestro. Aquí, una pequeña historia en primera persona: la escuela en la década del ’60 del siglo pasado.Yo tuve una maestra. Lo digo así, porque, a pesar de haber tenido otras y otros, es la maestra que me dejó marcado, tal vez con una marca tan perdurable que la tendré hasta el último de mis días. Mi maestra, Hilda Tieri de Ochoteco, gobernó el mundo conocido desde 1964, durante tres años: cuarto, quinto y sexto grados, en la Escuela 22, de Azul, en un salón construido con madera, sin estufas, un salón compartido por los alumnos de tres grados, y ella, la señorita de Ochoteco, como la identificábamos, al frente de esa tribu desigual, heterogénea, bullanguera y respetuosa.
La señorita de Ochoteco era alta, corpulenta, incorruptible y permanente. No faltó un solo día de esos tres años: yo tampoco, a excepción de una semana en la que tuve sarampión. Los días de la escuela eran apasionantes. Había un patio de piso de ladrillos, bordeado por el campo y un alambrado. En ese patio se jugaba a las bolitas, a la pelota, a la mancha venenosa, a la “agarrada”. Entrábamos, del recreo largo, al aula; sudorosos y excitados, para hacer la tarea que mi maestra indicaba. Mapas gigantes que se pegaban a las paredes, afiches con información de biología y botánica, redacciones basadas en las tapas del Billiken, con los dibujos de Lino Palacio.
Mi maestra me incitaba a leer. Y a escribir esas redacciones, que premiaba, generalmente, con un “muy bien” contundente y esperanzado. Había una pequeña biblioteca en el aula, de la que fui cliente fervoroso. Tenía la colección de Sandokan y los Tigres de la Malasia. La magia de aquellas historias de Emilio Salgari encendió mi imaginación para siempre. Mi maestra observaba mi avidez sin perder detalle, y una vez escuché cómo le decía a mi madre que estaba sorprendida por mi velocidad de lectura, a razón, entonces, de un libro cada dos días.
A la escuela íbamos, con mis hermanos, hiciera el tiempo que hiciera. Ni la peor de las tormentas impidió tener clases. Una semana de invierno llovió tanto que todos los accesos a la escuela se inundaron. El barro era antológico, casi brutal. Mi maestra llegó, con sus compañeras y la directora de la escuela, en un alto carro tirado por un desvencijado caballo. Todavía veo sus risas bajo la lluvia, entre paraguas y pilotos encerados.
Hoy, Día del Maestro, sentí la nostalgia de aquellos tiempos, de aquella infancia, de aquella vida intensa, la única vida que vale la pena. Busqué en las redes sociales e increíblemente encontré una foto de mi maestra, una foto de solo unos años atrás. La reconocí inmediatamente.
Uno reconoce siempre lo que se lleva en el corazón.