El atardecer caía lentamente sobre la playa de Punta Cana. El mar, todavía tibio, dibujaba olas suaves que chocaban contra la arena blanca. En medio de ese paisaje caribeño, Lucas, un neuquino que disfrutaba unos días de descanso con amigos, jamás imaginó que estaba a segundos de protagonizar un acto que pocos olvidarán.
Lucas se encontraba en la orilla cuando un sonido rompió la calma: gritos, no de juego, sino de desesperación. Él se detuvo, miró hacia la derecha y vio una escena que helaba el pecho: dos chicos y una joven agitaban los brazos, hundiéndose una y otra vez, atrapados por la corriente que los arrastraba hacia adentro, a una zona profunda donde nadie hacía pie.
Hubo un instante de silencio interior, un impulso. Bracco no dudó; se arrojó al mar y comenzó a nadar con fuerza directamente hacia ellos. No había guardavidas a la vista. Nadie más se animaba; la distancia y la profundidad intimidaban a todos los presentes.
Cuando Lucas llegó, la situación era crítica. Uno de los chicos tragaba agua y apenas podía mantener la cabeza afuera. La joven se hundía repetidamente, exhausta, y el otro adolescente trataba de sostenerla sin éxito. El pánico ya se había adueñado de sus cuerpos.
“Tranquilos, estoy acá”, les dijo mientras los acomodaba para iniciar el rescate. Primero aseguró a la joven —la más comprometida— y luego indicó a los chicos cómo sujetarse sin ponerse en riesgo ni hundir a los demás. Cargar con tres personas, en un mar que superaba los dos metros de profundidad, requería más que fuerza: requería coraje.
La vuelta fue una lucha. Cada ola parecía tirarlos hacia atrás. Lucas nadaba con determinación, respirando entrecortado, pero avanzando metro a metro. La marea no daba tregua. Aun así, no frenó. Su objetivo era claro: llevarlos a la orilla, vivos.
Cuando finalmente alcanzaron la zona baja, el alivio fue un desborde emocional. Varias personas corrieron a ayudar, y en pocos segundos los tres chicos estaban fuera del agua, temblando, llorando de miedo y de gratitud. La joven abrazó a Lucas con una fuerza que decía más que cualquier palabra: le debía la vida.
Los amigos de Bracco, que habían presenciado todo desde la playa, aún no podían creer lo que habían visto. Él, en cambio, seguía con el corazón acelerado, mirando al mar como quien intenta procesar lo que acaba de ocurrir. Caminó unos pasos hacia la sombra, respiró hondo y se quedó en silencio.
Todos los testigos se unieron en un aplauso que parecia nunca terminar y no tardaron en ponerle nombre a lo que había hecho:
un héroe. Un héroe neuquino, lejos de casa, pero con una gran coraje. No buscó cámaras, ni aplausos, ni protagonismo. Caminó unos pasos hacia la sombra, respiró hondo y se quedó en silencio.
Pero los testigos no tardaron en ponerle nombre a lo que había hecho:
un héroe. Un héroe neuquino, lejos de casa, pero con el mismo coraje de siempre.
Para muchos, su gesto fue más que un rescate. Fue un recordatorio de humanidad, de ese instinto de ayudar incluso cuando el riesgo es propio. Para los tres chicos, fue el día en que alguien escuchó sus gritos y se arrojó al mar para salvarlos.
Fuiste “el angel de los 3” dijo llorando a Lucas la madre de uno de los chicos.