En Caepe Malal, un rincón del norte neuquino donde el viento sopla entre los cerros y la vida se mide en esfuerzo y fe, vive Fredes. Tiene 83 años y una historia que parece tejida con hilos de fortaleza, sacrificio y amor. Es madre de 18 hijos, criancera, productora, trabajadora incansable, y símbolo de esas mujeres que hicieron del campo su casa y su destino.
Este domingo, Fredes celebra doble: el Día de la Madre y un nuevo año de vida. Pero más allá de las fechas, su mirada se ilumina con lo mismo que siempre la sostuvo: su familia y su tierra.
Sus recuerdos retroceden a tiempos en que todo se hacía con las manos y el corazón. “Usábamos la plancha a brasas, el agua se calentaba para bañarse, y la luz venía del farol o las velas”, cuenta, con una sonrisa que deja ver la huella del trabajo. En aquellos días no existía el puente, y para que sus hijos pudieran ir a la escuela, debían cruzar el río a pie o a caballo.
Nada fue fácil, pero nunca faltó la fe. “Mis hijos son mi felicidad”, dice emocionada, con los ojos brillantes. En esas pocas palabras se resume toda una vida de lucha, entrega y ternura.
A sus 83 años, Fredes sigue levantándose temprano para cuidar a sus animales y atender la huerta. Cada rincón de su campo guarda una historia: una cosecha, una parición, un invierno duro o una tarde de mate mirando las montañas. Allí, entre el silencio y el sonido del río, encuentra la paz que la acompaña desde niña.
Su vida es un retrato vivo del alma del norte neuquino: trabajo, fe y amor por la tierra. En tiempos donde todo parece correr, Fredes sigue siendo ejemplo de constancia, de raíces profundas y de esa fuerza invisible que solo una madre del campo puede tener.