Ingresando en el espacio aéreo norteamericano.
Habían transcurrido una diez horas de vuelo tranquilo desde que partimos del aeropuerto internacional de Shannon en Irlanda, golpeados con dos amargas noticias. La primera, si bien era esperada por todos nosotros, consignaba la muerte de Carmel Flanagan, quien finalmente cayó vencido no ya por otro sicario o algún vengativo “caporegime” de la mafia italiana, sino por un implacable cáncer de pulmón que devoró su salud y su vida.
La otra noticia sí nos sorprendió aunque admitimos que llegamos a sospecharla. Era el suicidio por amor de su novia eterna, Milly Mac Fanon, quien ingirió dos docenas de pastillas de un poderoso barbitúrico que robó de la farmacia del Hospital Municipal de Shannon cuando quien fuera el único amor de su vida dejó de existir.
Las enfermeras la encontraron exánime, yacente junto a él en la cama de hospital.
Valdez había recibido la noticia en un cablegrama que le había enviado su amigo, el director de Interpol-Dublin, James Neville, y me la había transmitido ante mi requerimiento antes de irnos a dormir.
Ahora, cuando faltaba muy poco para aterrizar en suelo americano, el teniente se encontraba repitiendo la información a Collins y O’Brian para quienes el asombro no lograba competir con su estupor.
Cuando Valdez finalmente terminó de anoticiarlos, los dos, y nosotros dos con ellos, nos quedamos en silencio. Era un silencio de funeral. Un silencio que sabia a despedida por el alma de dos eternos enamorados. Verdaderos Romeo y Julieta del siglo XX encaramando el amor por sobre la insolente muerte. Uniéndose en eterno matrimonio luego de toda una vida soportando distancias, silencios y soledades pero con una única esperanza indestructible.
Visiblemente conmovido, mi “hermano” Joe O’Brian, quien había decidido sumarse al equipo para desenmascarar al cardenal Mulligan-Flanagan dejó oír su hermosa voz de tenor gaélico y echó a volar una frase como quien lanza al cielo una triste plegaria. Se puso de pie y nosotros con él y entonces exclamó emocionado:
-¡Go lonraigh solas síoraí orthu!.
Collins y Valdez no necesitaron mirarme para buscar la traducción. O’Brian les explicó que se trataba de un fragmento de una antigua y tradicional plegaria fúnebre irlandesa, una oración perdida entre leyendas de princesas, caballeros medievales y traviesos “leprechauns” y cuya traducción era simplemente: “Que brille para ellos la luz perpetua”.
Al escucharla, Valdez sentenció un lacónico pero sentido “Amen” y así volvimos a nuestra realidad.
El sol se iba ocultando lentamente sobre el poniente y se podía divisar sin dificultades la costa Este de los Estados Unidos.
Nosotros seguíamos sin saber cuál sería nuestro aeropuerto de destino ya que, por razones de estricta seguridad, esa información no nos había sido revelada. El que sí sabía era el comandante del vuelo, el teniente coronel Walker.
Pero a medida que la costa Este de la Unión se volvía cada vez mas visible al punto que ya podíamos identificar algunas referencias visuales como los emblemáticos rascacielos de Nueva York, por ejemplo, el comandante Walker decidió que era hora de informarnos acerca de nuestro destino, por lo que se acercó hasta donde estábamos y tomó asiento junto a nosotros.
Primero vinieron las clásicas preguntas de cortesía de cualquier aerolínea tales como “¿el vuelo ha sido cómodo? ¿han podido dormir pese al sonido de los cuatro motores del Galaxy? o ¿apetecen desayunar?”, pregunta, esta última, a la cual respondimos con más hambre que vehemencia.
Mientras degustábamos nuestro desayuno, consistente en sándwiches, café y jugo de naranja, Walker fue directamente al grano:
-Vamos a aterrizar en la base Langley de la Fuerza Aérea que está en Hampton Virginia. Se eligió esa base porque es mucho más segura y menos previsible que cualquier otro aeropuerto civil como pueden ser Kennedy o La Guardia, o Washington National o Dulles, en la capital, adonde pueden estar esperándonos. Y también la elegimos porque estarán más cerca de su segundo destino. Y dirigiéndose especialmente a Valdez, el comandante continuó:
-De ahí serán trasladados en un helicóptero militar a la Agencia Nacional de Seguridad, la NSA, donde podrán guardar y poner en custodia los documentos que usted trae en su poder, me refiero a esa coqueta maleta de titanio que carga consigo, teniente. Y agregó:
-A propósito, me acaban de confirmar que en la NSA lo estará esperando la persona que usted pidió que esté presente a su llegada. Vino directamente de Nueva York en un helicóptero militar.
Valdez se mostró satisfecho y entonces preguntó:
-Solo por simple curiosidad comandante, además de la seguridad, ¿por qué eligieron la NSA y no otras agencias, como la CIA o la Agencia de Inteligencia de Defensa?
Walker respondió con su habitual tono académico:
-A diferencia de esas agencias que se enfocan específicamente en Inteligencia, la NSA tiene la responsabilidad de asistir a otras organizaciones gubernamentales, como el Servicio de Alguaciles de los Estados Unidos, los Marshalls como usted teniente, preferentemente en el campo criptológico. Y según tengo entendido, ustedes se enfrentan a un enemigo que usa sistemas de claves y encriptación para sus crímenes.
Valdez se sorprendió por el nivel de conocimiento que Walker exhibía tanto acerca del contenido de la maleta como de la investigación que empezaba a tomar vuelo.
-Comandante –reflexionó el policía- ahora entiendo muy bien por qué pusieron de piloto de este vuelo a un teniente coronel de la Fuerza Aérea.
Walker sonrió y echándole un vistazo a la cabina invitó a los cuatro pasajeros a prepararse para el descenso y el aterrizaje.
Poco después de las cinco de la tarde, el Lockheed C-5 Galaxy se posaba en la pista de la base Langley de la USAF y ponía proa hacia el hangar donde se podía ver estacionado fuera del edificio el Sikorsky MH-53 Pave Low que nos esperaba para llevarnos a la NSA. Un corto viaje, que esperábamos fuera también seguro.
El Galaxy se aproximó al hangar y una vez detenido abrió sus puertas.
Los primeros en descender fueron los doce “marines”. Con sus armas en ristre tomaron posiciones defensivas alrededor del avión y el helicóptero. El inconfundible sonido de las correderas de los fusiles M-16 alimentando sus recámaras en cierto modo nos tranquilizó, y procedimos a bajar nuestros equipajes para subirlos al compartimento de carga del Sikorsky.
El teniente coronel Walker se acercó a nosotros para despedirse. Intercambiamos con este notable oficial y caballero agradecimientos, manos estrechadas y palmadas en los hombros mientras cinco “marines”, por él designados, subían también al helicóptero para escoltarnos hasta nuestro destino.
Cuando las puertas se cerraban en medio del ensordecedor sonido de los motores del Sikorsky, alcanzamos a escuchar al comandante Walker desearnos buena fortuna como solo un caballero de su fina estampa podía hacerlo:
-¡Godspeeed! Gritó y respondimos saludándolo por las ventanillas.
Joe O’Brian me miró esperando una de mis habituales remarcaciones didácticas. Creo que no se sorprendió cuando le dije:
-Finales del siglo XIV. En Inglés Medio: “God Spede”, esto es “Que Dios te conceda el éxito!”. Fin de la clase. Y fui a sentarme junto a Valdez.
Mientras el Sikorsky levantaba vuelo, le pregunté:
-¿Quién lo espera en la NSA?
-Un amigo, me respondió.
Entendí inmediatamente que Valdez no quería que el nombre de su amigo se filtrara entre los soldados que nos escoltaban así que seguí su corriente:
-¿Muy amigo?
Valdez contuvo su risa y me respondió:
-Muy amigo.
El viaje fue efectivamente corto. Aterrizamos en un helipuerto de la NSA, una fortificada instalación custodiada por militares, enclavada en los montes de Virginia, a muy corta distancia de la Casa Blanca o el Pentágono.
Valdez tomó la maleta de titanio, la esposó a su mano izquierda y el personal militar acomodó nuestros bártulos en un pequeño carro de aeropuerto con el que enfilamos hacia la entrada del edificio.
Allí nos esperaba personal de la NSA para discutir acerca del archivo y protección de la maleta y todo su contenido mientras la investigación esté en marcha.
Pero para Valdez, lo mas importante sería encontrarse con la persona a la que el llamaba “mi amigo” y que lo esperaba en uno de los pasillos de la instalación federal.
Pasamos unas cuantas oficinas hasta desembocar en un amplio salón con muchas puertas y bancos de iglesia dispuestos por todos lados.
Al entrar a ese majestuoso espacio silencioso como una catedral, Valdez murmuró para sí:
-Ahí está.
Miré hacia donde el lo hacia y distinguí a un hombre sentado en uno de los bancos de iglesia que parecía estar esperando a alguien.
Era un hombre alto, delgado aunque atlético, de mediana edad, vestido con un formal traje azul marino, camisa blanca y corbata al tono. Había cruzado sus piernas y se destacaban en primer plano unos relucientes zapatos negros de corte italiano. Había un fino maletín de cuero marrón en su regazo y en su rostro gafas clásicas de los años ‘60s.
A simple vista, uno podía imaginar que era un profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Yale. Pero no, no era un catedrático, aunque bien podría serlo, sino un alto funcionario judicial.
El “amigo” de John Valdez era nada más y nada menos que Clarence Benjamin, el Fiscal de Distrito de la ciudad de Nueva York, un brillante jurista nacido y criado en Harlem, en un antiguo apartamento de la calle 125, pared de por medio con el mítico teatro Apollo y, para la rabia y el odio de muchos burócratas republicanos, un orgulloso afroamericano. El primer negro en ser elegido para ese puesto.
Valdez se detuvo a medio metro de su amigo. Por un rato, ambos se quedaron mirándose y sonriendo hasta que el visitante exclamó con una amplia sonrisa:
-¡Qué bueno volver a verte, hermano!.
-Lo mismo digo, dijo el dominicano y ambos se confundieron en un abrazo.
-Porque intuyo que me traes una tonelada de problemas en esa valijota, ¿no es así?, preguntó el hombre del traje.
-No sé si una tonelada pero te lo traje porque pensé que ya era hora de que entres en la Historia.
-Ya estoy en la Historia, soy el primer negro en servir como fiscal de distrito de Nueva York.
-¡Negro...! ¡No me había dado cuenta! bromeó el latino.
Los dos hombres caminaron por un pasillo de piso de mármol reluciente hacia una oficina donde personal de la NSA aguardaba para discutir las condiciones para el resguardo de la prueba.
Si la suerte nos acompañaba, lo que había dentro de esa maleta enviaría a un cardenal de la todopoderosa Iglesia Católica Apostólica Romana a una celda en la cárcel de Sing Sing y, quién sabe, tal vez a la silla eléctrica.
(Continuará)