En Puerto Madryn —una ciudad donde el mar marca el pulso cotidiano— no sorprende que Tamara Rubilar, hoy investigadora y emprendedora, haya iniciado su camino científico estudiando los mecanismos que regulan la reproducción de erizos y otras especies marinas durante su carrera en Ciencias Biológicas.
Con el tiempo, una necesidad familiar se convirtió en el motor para transformar ese conocimiento en innovación: así nació una empresa que desarrolla y comercializa suplementos dietarios elaborados a partir de antioxidantes marinos, validados en estudios científicos y clínicos y aprobados por la ANMAT.
El inicio de una búsqueda desesperada
Tamara es bióloga. Cuando nació su segundo hijo, hace 13 años, se desempeñaba como becaria posdoctoral del CONICET y fue entonces cuando recibió una noticia que le cambiaría la vida para siempre. Cuando el bebé comenzó a comer, “tenía deposiciones con sangre, vomitaba con sangre, se le inflamaba la garganta, tenía muchas alergias en el cuerpo y también mucho broncoespasmo. O sea, un panorama tremendo”, relata.
Sin encontrar soluciones médicas en Puerto Madryn, donde vive hace más de 20 años, la familia viajó y se instaló en Casa Cuna, en Buenos Aires, donde le diagnosticaron al pequeño una enfermedad autoinmune considerada rara: “no tenía un nombre”, afirma.
“El panorama era bastante turbio, bastante negro. Y me mandaron a investigar si había habido casos en la familia, y encontramos tres casos de niños como él, que no llegaron a los tres años de vida. Entonces, imaginate la angustia familiar. Al menos nos dieron un tratamiento, aunque a base de corticoides a largo plazo”, cuenta Tamara.
“Yo me imaginaba el futuro de él y no podía dormir”, relata; pero también reconoce que su hijo tuvo la suerte de “haber nacido en la familia de una científica”.
Un camino marcado por la ciencia y la naturaleza
“Yo siempre estuve muy, muy conectada con la naturaleza y el mundo científico”, menciona Tamara, al recordar sus inicios en la Biología. “Cuando era chica, con mi hermano mayor criábamos peces, algas; siempre fue algo que me llamó mucho la atención”.
Incentivada por maestros desde la escuela secundaria y con ganas de explorar ciudades más allá de la Capital Federal, Tamara se sumó a un grupo de estudiantes que viajó a Chubut —específicamente a Puerto Madryn— para cursar la carrera. “Nos recibimos muy poquito después, pero fuimos la camada más grande de la historia de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco. Fue en 1998”.
Tras años de estudio y trabajo como becaria en el CONICET, su formación la puso frente a uno de los mayores desafíos: encontrar respuestas para la grave condición de su hijo. Así comenzó a buscar información sobre avances científicos vinculados a enfermedades autoinmunes y posibles tratamientos aplicables a su situación.
“En esas búsquedas frenéticas un colega de Brasil me manda un paper, pero el detalle es que venía en ruso”, cuenta. Y ahí, nuevamente, la suerte o el destino la acompañaron: “Mi mamá es de origen ruso y ella habla, lee y escribe en ese idioma. Así que me iba leyendo por teléfono (vive en San Luis) y yo iba anotando. Me dijo el nombre de la molécula, quinacridona, y yo decía: ‘¿De dónde la sacan, mamá?’. Y en ruso, bien claro, me dijo: ‘De un erizo de mar’”, narra.
El erizo que cambió una vida
Tras ponerse en contacto con los científicos rusos —y con las limitaciones tecnológicas de aquel momento— Tamara envió una muestra y finalmente recibió la confirmación: el erizo de mar que veía todos los días en aguas chubutenses contenía quinacridona de excelente calidad. Así, el Arbacia dufresnii se convirtió en “el amor de mi vida”.
Luego de avanzar con cuestiones de seguridad, eficacia y normativas del Código Alimentario, Tamara y su marido, Francisco, comenzaron a tomar lo que llamaban un “juguito de erizo”: “Él iba a bucear, traía los erizos, yo hacía los extractos. Primero tomamos nosotros y finalmente se lo dimos al nene. Y al año le sacamos los corticoides”.
“El erizo de mar con el que trabajamos tiene una característica biológica muy particular: sus huevas viven mucho más tiempo en el mar y tienen mayores chances de reproducirse. Eso le sirve biológicamente a la especie; por eso es tan abundante y se distribuye por toda la Argentina”, asegura.
“Cuando comencé mi carrera de investigadora planteé la posibilidad de generar tecnología para obtener estas moléculas, fundar una industria nueva y comenzamos a hacer lo que se llama biotecnología acuícola”, explica.
Y agrega: “Con esa idea y la tecnología, la Secretaría de Ciencia y Técnica de Chubut nos acompañó muchísimo para generar modelos de negocio, conseguir inversión del sector pesquero y realizar todo el camino regulatorio, porque no es tan fácil pasar del erizo a un producto final. Finalmente, logramos desarrollar diferentes formulaciones”.
Hoy Tamara está al frente de Promarine, “una empresa de base tecnológica del CONICET, la primera en la Patagonia, y estamos en plena expansión y crecimiento, como bien refleja el Premio al Emprendimiento Argentino 2025 que ganamos. Estamos en un punto clave para expandirnos comercial y productivamente, generar nuevos productos y seguir creciendo”.
Más de una década después de haber iniciado esta travesía, resume su día a día en Puerto Madryn, frente al mar: “Vivimos como cualquier familia. Llevamos a los chicos a la escuela, a sus actividades, vamos al trabajo. Lo que cambió es el foco, la intensidad del día a día. Yo viajo mucho, quizás demasiado. Pero sigo entre la ciencia, la generación de nuevos productos y enfocada en lo que sé hacer. Mi marido se ocupa de que todo funcione dentro de Promarine. Y después tenemos una vida familiar como cualquier matrimonio con dos hijos adolescentes varones”.