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Domingo 22 de Junio, Neuquén, Argentina
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El primer amor en dos ruedas

Ella era criolla. Industria nacional, pero con genética italiana. Verla venir y pasar frente a mí, era mágico y fugaz. Al alejarse, una estela azulada marcaba el camino. Su aroma permanecería más tiempo.

Domingo, 22 de junio de 2025 a las 10:00

Recordar el inicio de la adolescencia me remite a ella. Enigmática entonces. Y ahora también. Fue mi primer amor.  Un amor no correspondido. Ella era criolla. Industria nacional, pero con genética italiana. Verla venir y pasar frente a mí, era mágico y fugaz. Al alejarse, una estela azulada marcaba el camino. Su aroma permanecería más tiempo. 
Luego volvía a la realidad. Una realidad que me decía que no podría abrazarla. Ni acariciarla. Ni besarla. Ni sentir su carácter impetuoso. Osco. Ruidoso. Brioso. 
Al menos en aquel entonces. Y así fue. 
Tenía corazón de dos tiempos, cinco marchas y 125 centímetros cúbicos de cilindrada. Una creación de Zanella con motor Marinelli. Le decían Surumpio. La condición económica familiar me decía que estaba fuera del radar. Imposible para un imberbe. Y para remache, Pocholo decía algo así como “en esta casa, motos no. Demasiados golpes, y de los fuertes, me di yo como para que alguien de esta familia le pase lo mismo”. Habrá que esperar pensaba mientras sacaba cuentas en el aire del tiempo que me llevaría conquistarla. 
El “Chancho”, así le decíamos afectuosamente a mi compañero de banco en el colegio, invertía parte de su tiempo en la fábrica de baldosas de su papá. La Surumpio no tenía ni cinco años en el mercado cuando apareció con una. Era blanca. Guardabarros bien separados de las cubiertas de tacos. Bajo el tanque de nafta, un llamativo motor cuadrado de aletas radiales para refrigerar el cilindro. Pata de arranque a la derecha y apenas tocaba al suelo con la punta de los pies.

La Surumpio no tenía ni cinco años en el mercado cuando apareció con una. Era blanca. Guardabarros bien separados de las cubiertas de tacos. Bajo el tanque de nafta, un llamativo motor cuadrado de aletas radiales para refrigerar el cilindro. Pata de arranque a la derecha y apenas tocaba al suelo con la punta de los pies.

Montado en aquella preciosura, un día apareció en la escuela. Era turno mañana. Y todavía no había empezado el invierno. A la salida, una multitud de muchachitos nos juntábamos en el patio, al lado del bicicletero, mientras el “Chancho” la ponía en marcha y con una sonrisa picarona se alejaba escupiendo piedras con cada acelerada. 

Pasó la escuela. Pasó la adolescencia. Pasó el amor por la Surumpio, más no por las motos. Con el despuntar de los '80 llegaron las japonesas. Y las emociones volvieron a enardecer a aquel purrete todavía –como hoy- embelesado con las dos ruedas. Mas lo que no pasó fue aquella sentencia de Pocholo: “en esta casa, motos no…”. 
Pasó el tiempo y con la juventud vino el trabajo. Con el trabajo, la independencia económica. Con esa autonomía, los primeros pasos para formar la familia propia. También las primeras inversiones. Casa, auto, confort, viajes. Y la moto.
Buscaba una japonesa con algo de rodaje y el destino quiso que una Honda Nighthawk azul, flamante, recién salida del horno se apareciera en mi camino. Y la hice mía. Fue amor. Como con la Surumpio. 

Pasó el tiempo y con la juventud vino el trabajo. Con el trabajo, la independencia económica. Con esa autonomía, los primeros pasos para formar la familia propia. También las primeras inversiones. Casa, auto, confort, viajes. Y la moto.

En casa no había cochera, así que la moto dormía en el living, junto al sillón de dos cuerpos. El mismo sillón que usábamos mi esposa y yo para mirar televisión antes del descanso nocturno. En realidad, yo miraba la moto tanto como mi esposa miraba televisión.   
Por esos días llegó de visita Pocholo. Lo hacía una vez al año. A veces dos. En ese entonces habían pasado muchos meses de la visita anterior. Tampoco hablábamos tan seguido pues la telefonía celular no se había masificado aún. 
Recuerdo que era sábado a la tarde. Estacionó su camioneta frente a casa y tocó bocina. En la vereda nos fundimos en un abrazo cálido y apretado. La charla, fue de manual. “Hola. ¿Cómo estás? Bien. Pasemos. Preparo el mate.” Y nos encaminamos a la casa. Paso primero, y atrás mío, Pocholo se detiene. Justo bajo el umbral de la puerta. Frente a él, la japonesa. La Nighthawk. Impecable. Brillante. Presumida. Orgullosa. Insolentemente soberbia. 

En casa no había cochera, así que la moto dormía en el living, junto al sillón de dos cuerpos. El mismo sillón que usábamos mi esposa y yo para mirar televisión antes del descanso nocturno. En realidad, yo miraba la moto tanto como mi esposa miraba televisión.   

Pocholo no saca la mirada de la moto. “¿Pasa algo?” le pregunto. Me mira un segundo y vuelve la vista a la moto. Su rostro, inexpresivo. No había enojo. Tampoco alegría.  “En mi casa, motos no” recordé su veredicto de antaño. De cuando era niño. Pero ¿qué podría pasar ahora? ¿Qué me podría decir? “Nada. No puede decir nada” me respondí a mi mismo. 
Lo observo mientras él observa la moto. Observo que guarda las llaves de su camioneta en el bolsillo del pantalón de gabardina color gris. Se lleva la diestra al mentón. Inclina apenas la cabeza como buscando la mano. Sigue mirando la moto y dice: “te compraste una moto”.
La frase queda inconclusa. Interrumpida por el silencio. “Sí. ¿te gusta?” le pregunto. La respuesta se hace esperar. Sigue mirando la moto. El índice recorre lentamente el lóbulo de la oreja, pestañea y cuando los parpados descubren sus ojos, la mirada está en mí. Y casi sin permiso, otra pregunta rompe el silencio, “¿me la prestas para dar una vueltita?”. “Obvio” digo mientras le alcanzo las llaves.   
 
 

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