En tiempos de arreos y despedidas, cuando la Navidad invita a frenar la marcha y mirar hacia adentro, hay historias que abrazan el alma y dejan huella. En ese recorrido por el Norte Neuquino, entre cerros, nieve y caminos antiguos, emerge la vida de José Sambueza, un hombre que es sinónimo de perseverancia silenciosa y profundo amor por la cordillera.
José es criancero desde los 5 años. Su infancia estuvo marcada por la soledad más cruda. Su padre lo llevó a un campo de invernada, cerca de Pichi Neuquén, y lo dejó allí con una promesa que jamás se cumplió: volver a buscarlo.
Con los ojos brillosos y una emoción que todavía hoy le quiebra la voz, José recuerda ese momento como una herida que nunca cerró del todo.
“Me quedé solo. No había nada, ni escuela, nada. Me crié como un animal”, dice, sin dramatismo, como quien aprendió a convivir con el dolor.
Creció entre animales, viento y silencio. Sus días comenzaban a las cinco de la madrugada y terminaban cuando el sol se escondía detrás de las montañas. Era apenas un niño que vadeaba el río hasta cuatro veces por día, sin abrigo, sin descanso, sin opciones. El frío, el barro y las piedras le lastimaban las piernas, y las heridas se curaban como se podía: con kerosene.
“No había opción”, repite.
Pasaron los años, llegó el servicio militar, un trabajo como empleado estatal, la vida lejos del campo. Pero algo siempre lo hacía volver. Los animales, el andar lento, la inmensidad de la cordillera. El campo nunca lo soltó, porque fue allí donde aprendió a vivir.
Hoy, con más de 70 años, José sigue acompañando los arreos. Cumple el rol de peón y camina a la par de las chivas, sin caballo, recorriendo kilómetros por senderos que conoce de memoria. Camina como caminó toda su vida: firme, callado, con respeto por la montaña.
De grande intentó reconstruir su historia familiar. Supo que eran veinte hermanos y logró comunicarse con una hermana que vivía en Buenos Aires. Hablaron, se reconocieron en la distancia, pero nunca llegaron a encontrarse cara a cara.
Lo encontramos en silencio, con la mirada perdida en las montañas y una sonrisa auténtica, de esas que nacen desde lo profundo. Cuando le preguntamos qué es la felicidad, no duda. No necesita grandes palabras.
“Esto. Caminar. La cordillera. Porque yo estuve ahí y sé de esas cumbres y de esa nieve”, responde.
En esta Navidad, cuando la fe se vuelve refugio y la esperanza un gesto cotidiano, la historia de José Sambueza recuerda que la felicidad muchas veces habita en lo simple: en los caminos recorridos, en la memoria, en hacer lo que se ama y en seguir andando, a pesar de todo.