En una entrevista cargada de emoción, recuerdos y silencios que dijeron más que las palabras, Marité Berbel repasó su historia familiar, sus inicios en la música, el legado de su padre Marcelo y de su hermano Hugo, y el proceso íntimo con el que atraviesa su enfermedad. Fue en el programa Entretiempo de AM550, donde la artista abrió su corazón como pocas veces.
Un apellido que hizo raíz en la neuquinidad
A veces una entrevista no es una entrevista. Es un viaje. Eso ocurrió cuando Marité Berbel cruzó la puerta del estudio de AM550. Con la calidez que la caracteriza y la emoción siempre a flor de piel, habló de sus padres, de su hermano Hugo, de su vida arriba y abajo de los escenarios, y de su presente. “A veces quisiera recordar más cosas de las que me contó mi papá”, dijo en los primeros minutos, y ese tono —entre la nostalgia y la ternura— marcaría toda la charla.
Hablar de Marité es hablar de una saga. La de una familia que puso en palabras, música y memoria el paisaje y la identidad de la Patagonia. Un legado que comenzó con Marcelo Berbel, el poeta que a los siete años ya escribía versos y que a los nueve empezó a crear melodías sin siquiera tener un instrumento.
“Mi papá empezó a escribir cuando aprendió a escribir”, recordó Marité. Su infancia en la escuela de Plaza Huincul ya mostraba ese talento precoz. La maestra, cansada de que el pequeño Marcelo terminara sus tareas antes que nadie y se pusiera a molestar, lo retaba con ejercicios insólitos: “Haceme una composición de la vaca”. Él iba al canasto de papeles, alisaba uno en la pierna y escribía… pero en verso. Siempre en verso. En la memoria de Marité todavía viven esos primeros intentos de un adolescente que no sabía escribir partituras, pero inventaba sistemas propios con letras y números.
La madre necesaria
En medio de la figura enorme de Marcelo, aparece la silenciosa. “Todos conocen a mi papá, pero muy pocos conocieron a mi mamá”, dijo Marité. Su voz ahí se quebró apenas, lo justo. La describe como “la mamá necesaria”. La que sostuvo la casa cuando su marido salía con su bohemia, su talento y sus madrugadas. La que preparaba el mate o el café para los visitantes sin opinar, sin querer figurar. La que crió cuatro hijos —tres varones y la "benjamina", Marité— mientras en su silencio se hacía fuerte.
“Si mi mamá no hubiese sido como era, nada de todo esto hubiese sido posible”, reconoce. Y lo dice con una gratitud que duele y abraza.
Los hermanos Berbel: una vida arriba de la ruta
Marité recuerda que su madre no quería que ella cantara. “¿La nena en las peñas?”, repetía, como un tabú de época. Pero ella ya se colaba en los ensayos de sus hermanos Hugo y Néstor, hasta que un día —a los 9 o 10 años— la invitaron oficialmente a cantar con ellos. Esa felicidad duró poco: Néstor falleció y aquel trío jamás llegó a un escenario.
Pero Hugo, el mayor, se plantó un día ante sus padres y tomó una decisión: “Desde hoy volvemos a ser los Hermanos Berbel. Y Marité es mi responsabilidad”. Así, la hermana menor volvió a escena, ya sin esconderse.
A partir de ahí, la ruta se volvió su hogar. “Nosotros viajábamos los dos solos. Hemos estado a miles de kilómetros lejos de nuestras familias, con nuestras alegrías y nuestras tristezas. Éramos muy amigos”, cuenta. Y cuando lo dice, los ojos se le humedecen.
Hugo no era solo un hermano: era un maestro, un guía. Hasta el final.
La madrugada que marcó un destino
Marité relató un episodio que hizo detener la respiración en el estudio. Tiempo antes de su muerte, Hugo la llamó a las dos de la mañana.
—Prepará el mate que nos vamos a Copahue, le dijo.
Y ella fue.
“Íbamos a tener 400 kilómetros de ida y 400 de vuelta para hablar. No hablamos una palabra. Pero fue suficiente.”
Cuando Hugo ya estaba muy mal, esa tarde le preguntó si iría a una peña donde estaban comprometidos para cantar. Ella contestó que no.
—¿Y yo por qué no voy a ir? —preguntó él.
—Porque estás en la cama —respondió ella.
—Y yo no voy a ir más —dijo.
Y le dejó un mandato: “Cada vez que te subas a un escenario, sentí el viento. Ahí voy a estar.”
En la Escuela 125, esa misma noche, Marité cantó por primera vez sola. “Sentí que estaba ahí. Lo escuchaba respirar. Me di vuelta a buscarlo.” Lo que sintió luego fue el adiós: “Me avisó que se estaba yendo”. Cuando llamó a su casa más tarde, Hugo había muerto.
Ese relato, dicho entre lágrimas contenidas, paralizó el estudio. Y a cualquiera que la escuchara.
Enfermedad, fortaleza y una verdad necesaria
Marité habló también de su tratamiento contra un cáncer de tiroides (la misma enfermedad que afectó a su padre, Marcelo Berbel, y a otros integrantes de la familia), del proceso difícil que atraviesa y del gesto profundo de haber tocado la campana en la clínica donde se atiende. Pero lo hizo con una honestidad brutal: “No te tienen que decir ‘vos sos fuerte, vos vas a poder’. Porque no todos lo logramos. Yo no sé si lo voy a lograr. Lo voy a pelear, sí. Pero también hay gente que lo peleó con el alma y no pudo. Y ellos también son valientes.” A pesar del diagnóstico y de las exigencias del tratamiento, nunca abandonó la música ni su compromiso con el público.
Sus palabras se alejaron del discurso motivacional vacío. Fueron reales. Humanas. Transparentes.
“Estos golpes también me enseñan. Te modifican, te cambian”, dijo. Y afirmó que su fortaleza viene de su hermano, pero también de su mamá. “Ella era callada, pero cuando murió mi primer hermano entendí: si yo sonreía, ella también sonreía. Ahí aprendí que hay que estar. Para uno y para los demás.”
Una artista que sigue cantando con todos los Berbel
En la entrevista surgió un detalle hermoso: Marité es la única persona que cantó con todos los Berbel que alguna vez pisaron un escenario. Con su padre, con todos sus hermanos y con sus hijos.
Su vida es música, pero sobre todo es memoria. Una memoria viva, que no se apaga ni con la ausencia ni con el dolor.
Antes de irse del estudio, Marité dejó un abrazo enorme, un agradecimiento y una frase que resume su modo de estar en el mundo: “Tengo que estar. Hay que reír para mí y para todos los demás.”
Hubo aplausos en el aire, aunque no se escucharan. Y hubo silencio, que siempre es la mejor manera de honrar la verdad cuando duele y cura al mismo tiempo.