Hay una escena que se repite cada vez más en las sociedades del siglo XXI y en Argentina en particular: alguien recibe algo que no ganó, que no construyó, que no merece y aun así lo celebra como si fuera un logro propio. Se festeja sin pudor lo que fue “regalado”, mientras el mérito, esa vieja palabra incómoda, se vuelve un estorbo, un recordatorio molesto de que las cosas, en algún momento, requerían esfuerzo.
Lo más inquietante no es el regalo en sí, sino la reacción social alrededor. Ya casi nadie frunce el ceño. Hoy cuestionar la trampa te convierte en aguafiestas, en insensible o, peor, en “enemigo del pueblo”.
La corrección moral de la época exige aplaudir el beneficio ajeno, incluso cuando es injusto y cuando desprecia a quienes sí se rompen el alma para progresar.
Un síntoma perfecto de esta cultura está en el fútbol, ese espejo emocional del país. Equipos que celebran triunfos manchados por fallos arbitrales escandalosos, como si la victoria fuera auténtica.
Los jugadores se abrazan, la hinchada delira, los dirigentes reparten sonrisas y todos actúan como si no supieran, porque claro que lo saben, que no ganaron realmente. Ese aplauso sobreactuado, casi histérico, es la prueba de una sociedad que se acostumbró a festejar lo que le regalaron, no lo que conquistó. Vivimos un tiempo donde la épica del esfuerzo fue reemplazada por la estética del atajo.
Donde la identidad vale más que la capacidad, y donde la pertenencia, a un partido, a un aparato, a un grupo militante, a una causa de moda, pesa más que el talento o la dedicación.
La pregunta ya no es “¿qué lograste?” sino “¿quién te respalda?”. Si tenés el padrino correcto, la oportunidad aparece. Si no, mirá desde afuera mientras otros se sacan la foto de la “victoria”. El problema es profundo.
Una sociedad que reemplaza mérito por regalo no solo se vuelve injusta, se vuelve estéril.
El talento emigra, la creatividad se apaga, la productividad se desploma. ¿Para qué esforzarse si otro, con menos talento y más contactos, va a recibir lo que vos te mataste por conseguir? ¿Para qué innovar si el premio va al que mejor acomodo tiene?
Hace años que confundimos igualdad de oportunidades con igualdad de resultados. Y en ese delirio infantil, premiar al que no hizo nada se convirtió casi en política pública. El premio dejó de ser consecuencia del esfuerzo para transformarse en herramienta de ingeniería social. Lo trágico es que esa lógica no solo destruye la cultura del trabajo: destruye la autoestima.
Porque nada regalado te pertenece de verdad. Podés disfrutarlo, sí, pero no te sostiene. No construye carácter. No deja huella. Y, en el fondo, todos lo saben. Por eso la celebración es tan estridente: hace ruido para tapar el vacío. Volver al mérito no es volver al elitismo, como repiten los que viven de repartir privilegios. Es volver a una lógica simple y profundamente democrática: que cada uno reciba en función de lo que aporta.
Que el esfuerzo vuelva a valer más que el amiguismo. Que el aplauso vuelva a ser por lo logrado, no por lo recibido. Porque una sociedad que aplaude los regalos se infantiliza. Una que premia el mérito, crece. Y hoy más que nunca, Argentina necesita adultos. No chicos ansiosos por su próximo regalo.
Vía: Dani Lerer, politólogo, periodista y analista internacional