Hay goles que valen más que tres puntos. Goles que no se gritan, se lloran.
El gol de Nacho Russo, delantero de Tigre, a los 21 minutos de la primera etapa, fue uno de ellos. Apenas unas horas después de despedir a su padre, el querido Miguel Ángel Russo, figura emblemática del fútbol argentino, Nacho decidió jugar. Y lo hizo como lo haría su viejo: con el corazón.
"Si no juego, se levanta y me caga a patadas", dijo Nacho respecto a su decisión de jugar el partido de este viernes luego de darle el último adiós a su padre.
El equipo de Victoria enfrentaba un partido más del torneo, pero para él no era uno más. Minutos después de ingresar al campo, Russo encontró la pelota en el área y la mandó al fondo del arco. El estadio estalló. Nacho miró al cielo, levantó los brazos y no pudo contener las lágrimas. Creo que los futboleros, y los que no lo son también, no pudieron contener las lágrimas.
Fue un gesto simple, pero cargado de una fuerza indescriptible: el grito mudo de un hijo que transforma el dolor en homenaje.
Sus compañeros lo rodearon. En redes sociales, las imágenes se viralizaron de inmediato. “Un gol para el cielo”, escribió un hincha. “Russo sigue presente en cada jugada”, comentó otro.
Miguel Ángel Russo, campeón con Boca y Vélez, maestro de varias generaciones de futbolistas, se fue dejando una huella imborrable en el fútbol argentino. Pero ese gol de su hijo, en la tarde de su despedida, fue la prueba más clara de que su legado sigue vivo, en la cancha, en el esfuerzo y en cada grito de gol que nace desde el alma.
Nacho no necesitó decir palabras. Su gol fue una carta al cielo, una promesa cumplida: seguir jugando, como le enseñó su padre, con amor, con respeto y con fe en la pelota.
Un homenaje desde el alma, con la pelota como testigo.